Cada noche antes de dormir, a la tenue luz de la lámpara junto a la cama, mamá empezaba a leer un libro. Entonces yo no sabía leer; ella misma me enseñó dos años después. Me entusiasmaba escuchar sus palabras que, arrancadas del libro con sus ojos, salían elocuentes por sus labios. Imaginaba todo lo que iba escuchando y la habitación se llenaba de todas las cosas que se oían en la lectura. Si era un viaje, me veía también viajando, siempre agarrado a mi almohada. Y los personajes se instalaban en mi cama, unos tumbados, otros sentados, y también escuchaban lo que leía mi madre.
Cuando supe leer -aunque aún no leía muy fluido pero sí claro y se me entendía muy bien-, mamá acudía por la noche a leer para mí, solo que, una vez leídas dos páginas, y cuando ya me había conseguido entusiasmar, me decía "bueno, estoy un poquito cansada de leer, ¿por qué no sigues tú?"
Para mí era todo un reto puesto que ella decía que se quedaría un poco más para ver cómo continuaba la historia.
Me acomodaba un poco en la almohada, sin incorporarme, cogía el libro con mis manos pequeñas y hacía los honores. Ella se quedaba al lado escuchando mi voz y la historia que iba leyendo. Apenas era capaz de leer una página, ya me sentía cansado y el sueño se apoderaba de mí poco a poco. Mamá elogiaba lo bien que lo había hecho y me decía que le estaba gustando mucho el libro. Luego yo ponía el libro en la mesita de noche, con mucho cuidado. Ella me arropaba, me besaba la frente con ternura y me daba las buenas noches apagando la luz.
El sueño me vencía rápido y al poco, se llenaba de todo tipo de cosas y los personajes entraban y salían de él. Una noche soñaba que era un pirata y tenía un barco, otra que era el niño del libro de la selva, y así con tantas y tantas historias de cada libro, de cada cuento. Una vez soñé que la luna podía ser el planeta del Principito y yo la observaba desde La Tierra buscando a ese ser extraordinario y a su flor. Y en el sueño lo veía y hasta hablábamos en la distancia, como el que se habla con un vecino por la ventana.
Con el paso del tiempo me convertí en un lector insaciable, y lo sigo siendo. Los familiares y amigos siempre me regalaban libros en las fechas señaladas, así que a veces, en un mismo día volvía a casa con una bolsa llena de libros. Leía siempre en la cama, sentado en la mesa de escritorio, en el sofá, pero también en la mesa de la cocina. Leía en muchísimos sitios.
Si viajaba en tren leía en el tren, y también en el trayecto del autobús. Mi madre me decía que era aburridísimo ir conmigo en el coche porque me pasaba medio camino leyendo y un cuarto durmiendo. Leía en un banco en el parque, o bajo un árbol si íbamos de campo, o sentado en la toalla sobre la arena si estábamos en la playa. Leía un buen rato en el bar mientras el resto de la familia se la pasaba riendo y charlando.
Pero a pesar de leer en muchos lugares, siempre ha habido sitios en los que no me ha gustado leer, nunca me han invitado a la concentración, me desmotivaban, por ejemplo, el cuarto de baño es uno de esos lugares. Mi abuelo, cuando pasaba al baño para hacer sus necesidades, siempre llevaba un libro, y se quedaba allí más tiempo del necesario, y me resultaba hasta repugnante y poco sano. Él siempre decía, libro en mano, "voy a la escuela de aplicación y tiro".
La calle es otro de esos lugares donde nunca me ha gustado leer. Yo sería incapaz de ir caminando, leyendo y esquivando personas, alcorques de árboles, desniveles y cualquier otro obstáculo. Cualquier lugar en el exterior donde transiten personas tampoco me parece un lugar para leer, por ejemplo un centro comercial o los accesos al metro, sobre todo si estos sitios tienen escaleras, convencionales o mecánicas. Y eso me recuerda algo que le ocurrió a un profesor de la universidad y que me reafirmó en esta convicción. Este señor leía en absolutamente cualquier situación y cualquier parte, y se puede decir que lo mató la lectura. Una tarde que volvía a casa, por supuesto leyendo, no calculó bien donde ponía el pie para bajar las escaleras del metro y accidentalmente cayó a lo bestia, es decir, que bajó las escaleras rodando sobre sí mismo, con algún que otro rebote de su cuerpo, sin soltar el libro en ningún momento, que tan solo soltó involuntariamente al final, cuando en el último rebote, quedó muerto por un golpe en la nuca contra el suelo.
Por cosas como esta es que no me gusta leer por la calle ni en accesos a edificios donde transiten personas o que tengan escaleras, porque hay que leer pero seguro.
©María José Gómez Fernández
Publicado originalmente en El Doblao del Arte.
Para VadeReto Septiembre 2020, del blog Acervo de Letras. Historias de mi otra vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario