Tenía que verla una vez más. Era emocionante, difícil a la vez, hasta doloroso. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se vieron. A espaldas de su marido y su mujer concertaron una cita en un apartado hostal de un pueblo costero, un entorno solitario, acogedor, envidiable. Les llevó su tiempo planificarlo. Nadie tenía que saber nada, ¿para qué?. A nadie le importa la vida de nadie. Y llegados a este punto, a quien lea esto tampoco le importa. O no, porque como no se conoce de quien se habla tampoco el que lee puede posicionarse ni opinar subjetivamente.
Renato tenía que verla una vez más, al menos eso. Gabi también quería verlo de nuevo, aunque no hubiera nada más después. A instancias de Renato, Gabi fue la encargada de realizar la reserva, pero la hizo a nombre de él. Por supuesto, pago en efectivo, para dejar el mínimo rastro.
Renato preparó unas velas en la habitación, desperdigó unas rosas sobre la cama, diluyó el cianuro en la bebida. Gabi, ignorante de lo que le esperaba, bebió primero. En cuestión de minutos pasaron del placer al dolor, al ahogo y a las convulsiones para llegar a la muerte.
A pesar de que quisieron mantener en secreto su última cita, no pudieron evitar que trascendiera al resto del mundo. La noticia de la pareja encontrada muerta en la habitación de un apartado hostal de la costa llegó primero al marido y a la mujer de ambos, que no daban crédito, pero después corrió por las televisiones y ondas de radio, y más que como un engaño amoroso, que lo fue, quedó en la memoria colectiva como un suicidio por amor.
©María José Gómez Fernández
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