Nada consolará su desmotivación. La rutina le ha calado tan hondo, las complicaciones se han embravecido de tal modo y amenazan la supervivencia misma, el sustento, que de esta forma, ¿cómo inventarse cada día la razón de ser?
Es necesario que la invada la paz interior pero cómo rozarla siquiera cuando la convulsiona cada mordida de lo imprevisto, la tambalea el inestable suelo que pisa, la distorsiona la sorpresa que cada minuto le depara.
La incertidumbre la circunda. La enfermedad le está ganando una partida. Los sentimientos le han vuelto la espalda. Las dificultades económicas la aprietan cada vez más. Todo ésto, como un triángulo, y ella en medio, percibiendo como los lados se acercan entre sí, reduciendo el centro. Va a quedar emparedada a no ser que haya una fisura, que encuentre una salida por donde escurrir el bulto.
Sería un remanso que le aseguraran que no perderá su trabajo, una de sus fuentes de ingreso y a la vez el enlace con la actividad y algunas relaciones sociales, un modo de identidad. Pero no terminan de darle garantías de su continuidad laboral y ahí, en la duda, columpia sus preocupaciones que impiden en buena parte cumplir con el reposo por prescipción facultativa, reposo físico y psíquico.
¿Cómo no se va a alterar? ¿Cómo va a estar tranquilamente en reposo? Si en un segundo todo su mundo se puede desmoronar como un terrón de azúcar en una taza de café, negro café, como negra la suerte que le augura su destino más inmediato.
No sabe con cuánto tiempo puede contar porque no se lo han dicho pero tiene la certeza de que será poco, al menos para todo lo que quisiera dejar zanjado. Y así ni las ganas le acompañan, ni la ilusión, ni las fuerzas.
Si sintiera su apoyo, pero la dejó a un lado, terminó con ella, y de la noche a la mañana, o mejor dicho, de la mañana a la noche su vida realizó un cambio de sentido de la marcha. Lo que antes iba ahora venía, lo que estaba se fue, lo que estaba por venir ya no llegaría. ¿Qué había ocurrido, en qué le había fallado?. Quedó perpleja cuando lo vió acicalarse aquella noche de sábado porque no recordaba que hubieran planeado salir a ningún sitio. Se asombró aún más de cómo él le hablaba: por una parte con la confianza de tantos años compartidos, por otra parte con desprecio y desaire, irrespetuoso, por último como si la ignorara.
- Pero... ¿vamos a salir?, si no habíamos dicho...
- No vamos a salir -la cortó en seco-, voy a salir yo.
- ¿Y éso, a dónde vas?
- He quedado con una chica que conocí. Tengo que aprovechar el tiempo, que ya no tengo tanto, y las oportunidades no hay que dejarlas pasar.
- Vaya sorpresa que me estás dando. Podrías divorciarte de mí primero y luego salir con quien quisieras...
- ¡Déjame de monsergas y plánchame esa camisa!
Ella se quitó de su vista sin hacer caso a su petición, sin dar crédito a lo que estaba escuchando y viendo, sin entender la razón de ese cambio radical en él, que tan sólo unas horas antes le había recordado lo bien que habían estado la semana anterior en Valencia y luego estuvo planificando arreglos en la casa, sin olvidar el cumplido que le hizo por lo guapa que la encontraba y lo bien que se sentía con ella.
En la cocina, mientras bebía una tila que se acababa de preparar, notaba el temblor de las manos, de las piernas, el temblor de su mundo, de su vida. Sintió como un mareo parecido al tambaleo que también sufría en lo más profundo. Aquéllo no era exactamente un tambaleo, era un derrumbe repentino.
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Tras escuchar cerrarse la puerta de la calle de golpe y sabiendo que estaba sola, rompió a llorar, sin consuelo posible. No le dijo ni siquiera adiós y encima había dejado todo patas arriba: la toalla mojada sobre la cama, una camisa enganchada en la puerta, un pantalón en el suelo... y ese olor penetrante del perfume varonil que se había aplicado minutos antes.
Lo dejó todo tal cual, llamó a uno de sus cuatro hijos, cogió su bolso, subió al coche y se fue. No volvió hasta el lunes y esperó que él llegara para ponerle delante la documentación para iniciar los trámites de divorcio que aquella misma mañana le había preparado una abogada conocida. Él firmó, casi no habló y volvió a acicalarse para salir. Una semana después salía por la misma puerta pero llevando consigo todas sus pertenencias para alojarse en otro piso de su propiedad; así lo leyó en el documento que había firmado unos días atrás.
Desde entonces las preocupaciones y las dificultades se han hecho sus aliadas, aunque al principio el dolor y el desconcierto matizaban las durezas que iban surgiendo.
Tan sólo un mes después la han despedido de su trabajo, por estar enferma, porque han encontrado a otra persona que trabajará por menos dinero, porque a pesar de estar trabajando para la madre de una señora abogada, ésta no la tenía ni siquiera dada de alta en la Seguridad Social, porque el sinvergüenza no descansa y se aprovecha de las flaquezas del débil para llevar a cabo sus ejecuciones.
No importa ahora cómo se llama ella, sólo importa que cuando menos lo podía soportar le tocaron bien los huevos hasta que hicieron tortilla con ella.
En Enwebada, en Micros