El domingo más raro de los que llevo vividos. De alguna forma, cierta ansiedad, y no quiero desesperarme. Mirar la calle y ver que su pulso está bajo mínimos te deja una sensación de estar dentro de una de esas películas de ataques por arma biológica, solo que en vez de ir con mascarilla y botella de oxígeno ves a las escasas personas que adornan la calle, caminando, por lo general, con un rumbo muy definido, con algo en las manos, solos, incluso desconfiados de las otras personas que ven venir de frente o de aquellas otras cuyos pasos sienten por detrás. Se ve a alguien paseando a su perro, no se ven niños, bueno solo a uno en un carrito empujado por sus padres; las voces de los niños se oyen cuando escapan por alguna ventana pero es como si hubieran desaparecido de pronto. Pocos coches, escaso movimiento, casi el de un barrio de una ciudad fantasma.
Dentro de la casa la vida sigue, con sus rutinas y quehaceres, con el teletrabajo añadido: mañana será mi primer día oficial de teletrabajo; a pesar de que en algún momento he traído trabajo a casa para terminar algo durante un par de horas, mañana esta será la forma de trabajar, entre ordenador y móvil. Psicológicamente este encierro puede terminar volviéndonos un poco tarumbas. Agradezco que exista Simeón, porque al pobre hay que llevarlo a la calle varias veces al día para que haga todas sus cosas perrunas, y gracias a él muevo las piernas, me desplazo más allá de las obligaciones de comprar, comprar o comprar, y a la vez puedo comprobar el ritmo del barrio más allá de los límites de las ventanas y la terraza de la casa.
Me da respeto la calle tan vacía, en un barrio limítrofe entre el bien y el mal como este, valorando las intenciones de los que se cruzan en tu camino.
Me indigna que ciertas personas sean irresponsables y se reúnan en la calle, y hoy lo he visto, a charlar, a beber, a mirar un móvil, a descansar tumbado en un banco (un sin techo con su acordeón y sus bolsas), unos chicos fumando cachimba… Me indigna porque, mientras, otros estamos haciendo lo correcto en beneficio de la salud propia y ajena, pero no es suficiente si no colaboramos todos.
Junto a internet y redes sociales, el teléfono y la videollamada es el otro gran desfogue y oportunidad de vida social sin contacto presencial. Felicitar a mi prima y a mi vecina por sus respectivos cumpleaños, hablar con otros, escribirse con otros. Pero uno se nota como que le falta algo, y es la posibilidad de movimiento y de relación con los otros, la escasa vida en la calle, la libertad de ir o venir. Por muy concienciados que estemos, en algún minuto del día a todos se nos pasa por la mente que nos falta algo, y que cómo estaremos dentro de unos días. Me he prometido tener el día bien ocupado para no acusar las carencias, para llevar esto lo mejor que pueda, con los míos, a los que menos mal que tengo cerca, aunque eche de menos a otros que no sé cuándo podré visitar, pero quiero pensar que será pronto, seguro que sí.
El aplauso desde la terraza a las 8 de la tarde es como una llamada a la concentración, una forma de no sentirte solo, un gesto por otros que también nos devuelve el significado y la razón de este confinamiento. Luego volvemos adentro y seguimos.
Cuando abran las calles… tengo ya planes para ese momento… pero por ahora #YoMeQuedoEnCasa y espero que tú también.
©María José Gómez Fernández
Originalmente publicado en El Doblao del Arte.
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