Los últimos en irse del bar de la esquina, abierto hace unos días, levantan sus voces al aire y suben hasta las casas vecinas. Uno se alegra por el negocio, que ha podido remontar, pero hay ya ciertas horas, de ciertos días, que ese jaleo sobra, contrasta con el silencio de hace ni una semana, silencio que hasta se agradecía, a pesar de que revestía las calles con cierto temor y respeto por presentarse tan solitarias. La intensidad del vocerío poco a poco va bajando, como si estuvieran leyendo esto que se escribe y se enrojecieran por verse reconocidos.
Un perro ladra a lo lejos. El viento mueve con energía la persiana. El frío soportable de la noche se cuela por el hueco que quedó abierto de la ventana.
Imposible pararse en ese bar o en otro porque le recuerdan a quien desde hace días ya no estará más. Como imposible escuchar tantas y tantas canciones en las que quedaron atrapados junto con momentos únicos. También imposibles las fotografías, los vídeos y audios. Es algo inexplicable, un intimismo que se adhiere a cada poro, que respira y late con cada latido, un amargo hueco con nombre, una dulce sonrisa que se desdibuja.
Cuando el bar cierre dentro de un rato amainará esa ventisca en la memoria.
Vienen días aún más difíciles que estos. Ya no parece que se viva en desescalada a punto de entrar en fase 3 porque se observa una normalidad muy similar a la que recordábamos, y cada vez menos mascarillas, y cada vez menos precaución entre la gente en la calle. Sí que se sigue notando la desescalada en muchos trabajos, que aún no se llenan de público como solían, o en muchísimos trámites que hay que realizar por teléfono o internet, o en todos los que continúan teletrabajando. Pero en el pulso de la calle se va notando menos y menos que se vive en desescalada. Cuando se alcance la fase 3 puede que ya no se note casi nada.
Parece que nadie piense en los meses que acaban de pasar, ni en el posible repunte de contagios que se teme por llegar. La precaución tiene que imponerse y no se puede continuar con la rutina como si nada, sino aplicando las recomendaciones sobre higiene continua y las distancias de seguridad.
Ya es hora, pero no, aunque se van aplacando, las voces siguen; aún no ha cerrado el bar.
Un perro ladra a lo lejos. El viento mueve con energía la persiana. El frío soportable de la noche se cuela por el hueco que quedó abierto de la ventana.
Imposible pararse en ese bar o en otro porque le recuerdan a quien desde hace días ya no estará más. Como imposible escuchar tantas y tantas canciones en las que quedaron atrapados junto con momentos únicos. También imposibles las fotografías, los vídeos y audios. Es algo inexplicable, un intimismo que se adhiere a cada poro, que respira y late con cada latido, un amargo hueco con nombre, una dulce sonrisa que se desdibuja.
Cuando el bar cierre dentro de un rato amainará esa ventisca en la memoria.
Vienen días aún más difíciles que estos. Ya no parece que se viva en desescalada a punto de entrar en fase 3 porque se observa una normalidad muy similar a la que recordábamos, y cada vez menos mascarillas, y cada vez menos precaución entre la gente en la calle. Sí que se sigue notando la desescalada en muchos trabajos, que aún no se llenan de público como solían, o en muchísimos trámites que hay que realizar por teléfono o internet, o en todos los que continúan teletrabajando. Pero en el pulso de la calle se va notando menos y menos que se vive en desescalada. Cuando se alcance la fase 3 puede que ya no se note casi nada.
Parece que nadie piense en los meses que acaban de pasar, ni en el posible repunte de contagios que se teme por llegar. La precaución tiene que imponerse y no se puede continuar con la rutina como si nada, sino aplicando las recomendaciones sobre higiene continua y las distancias de seguridad.
Ya es hora, pero no, aunque se van aplacando, las voces siguen; aún no ha cerrado el bar.
©María José Gómez Fernández
Publicado originalmente en El Doblao del Arte.
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