lunes, 19 de octubre de 2020

Amanece el silencio. N.N. - Día 219, 19 de octubre

Amanece el silencio,
atrapándome a golpes
amanecen ausencias
envueltas en sueños.
Solapadas ausencias,
excusadas y estériles
de exquisitos momentos
que llenan los recuerdos,
y el azul que amanece
en el cielo, en el cielo,
donde amanece el silencio.

©María José Gómez Fernández

domingo, 18 de octubre de 2020

Las reflexiones de Rosa. N.N. – Día 218, 18 de octubre

El artículo de Rosa, de esta semana, en El País Semanal no tiene desperdicio y dice toda la verdad, por lo que recomiendo leerlo.

"El del medio de los Chichos
se me ha "aparecío" en sueños,
se me ha "aparecío" y me ha dicho"
que sin Ciencia no hay futuro.

Copio estos tres versos de esta canción de "Estopa" y le añado un verso más para hacer ver que, es que esto es increíble, todo el mundo lo sabe, pero los que tienen en su mano el poder hacer, esos, aunque lo saben, no hacen lo que deben.

Ni se aprovechan como es debido los recursos naturales para obtener energía, ni se destina a investigación científica el suficiente presupuesto, ni se valora a los científicos e investigadores de este país en su justa medida, ni su trabajo está remunerado como es debido, y así, muchos, se ven obligados a pasar por el tubo de la "fuga de cerebros".

Pero, qué vamos a esperar de un país cuya sociedad valora más a un futbolista -con todos mis respetos- que a un médico, un investigador, un profesor o un científico; esos son unos locos con bata que están encerrados en sus laboratorios y encima ¡no sacan la vacuna, vamos, hombre, con la falta que hace!

Qué vamos a esperar de un país cuyos gobernantes toman decisiones equivocadas -y me ciño a las de gestión sanitaria-, porque están entretenidos en mirar cómo "putear" al contrario, mirando a ver quién la tiene más larga, más gorda y más dura. ¡Por favor! ¡Basta ya! ¡Un poco de seriedad! En este país, en este crítico momento, se están cerrando museos, bibliotecas, polideportivos pero se dejan abiertos bares con sus terrazas repletas, mientras que en Francia se impone el toque de queda y en Bélgica se cierran bares y restaurantes. Y en España la gente protesta porque no puede viajar, porque no puede ir de fiesta, porque se ve limitada.
Me gustaría saber cuánto dinero se está destinando a concienciación social, a educación, a investigación científica y a gestión sanitaria en nuestro país, en comparación con otra distribución de presupuesto. Aquí parece que se piensa que la investigación y la comunicación de la ciencia andan por sí solas, y si no es así, ya ellos se arreglarán, que se la pique un pollo. Pero no, no es así, no son ellos, somos todos; los avances científicos son beneficio para la sociedad, para la economía y para el desarrollo de un país, solo que en España no nos enteramos.

Pandereta, inconsciencia, egoísmo e irresponsabilidad individual y social, eso es este país, o mucha gente de este país. Y fíjate, que el del medio de los Chichos es el que me lo ha dicho.

©María José Gómez Fernández

Publicado originalmente en El Doblao del Arte.

El pueblo adentro


Fotografía ©María José Fernández Arias, todos los derechos reservados.

                  
– Ahora ya podemos contar. Desde aquí son cuatro curvas. ¡Venga!. ¡Una, dos, tres y cuatro!.

            Mamá nos animaba a contar cuando ya estábamos un poco cansados y patosos después de cuatro horas de viaje en automóvil. El vaivén hacia derecha e izquierda, con cada movimiento del coche, provocaba que los cuatro niños nos agolpáramos en el asiento trasero unos contra otros, y en efecto, al contar la cuarta curva se dejaba ver el castillo en toda su magnitud, majestuoso, en la cima de la montaña que alberga la Gruta. El castillo, que se dibuja sobre el cielo de la sierra, con su muralla y su torreón, con su campanario aporticado. Y el pueblo a los pies. Parece una estampa medieval, tomada de algún álbum antiguo.

        Esa primera impresión se ha quedado grabada para siempre en mi subconsciente y es la que acude a mi recuerdo automáticamente cada vez que pienso en Aracena.

Se me viene a la cabeza la última vez que sentí el pueblo tan cerca, gracias a tus palabras, a tu referente, porque te oía hablar y me hacías ver tu pueblo; tenías la capacidad de describir tan bien con la palabra como lo hacías con tus dibujos de carboncillo. Estoy a los pies de tu cama en el hospital, escuchando cómo resumes tu vida, y maldiciendo no tener más grabadora que lo que mi memoria pueda retener. Hablas de tu niñez por las calles de ese, tu pueblo, al que sabes que ya no vas a volver; de tu juventud y de las veces que has tenido que abandonarlo, para volver tantas y tantas veces, de niño, de joven y en la madurez; al que has vuelto para lo bueno y para lo malo, para celebrar y compartir momentos increíbles y para llorar y despedir a algunos seres queridos. Ahora, y hace once años, cuando te fuiste, ya el pueblo había cambiado mucho respecto al que viviste y conociste en otros tiempos, pero sigues llevando el pueblo bien adentro, el amor por sus calles empedradas, por sus rincones y alrededores, por su gastronomía y la naturaleza que lo rodea, el amor por su gente y su talante servicial, llano y sencillo, como el tuyo. Y cuando te vayas el pueblo quedará dentro de mí, porque mamá también me lo trae a la memoria muchas veces, y, porque desde los pies de tu cama, escuchándote -ignoro cuándo, pero intuyo cercana tu partida-, me lo inyectas gota a gota, como te inyectan a ti la medicación vía gotero.

Te escucho embelesada, no quiero que ni el vuelo de una mosca te interrumpa. Cuentas cómo te quedaste sin padre con cinco años, y lo difícil que se volvió la vida desde entonces, y que los nacionales os despojaron del ultramarinos, de los camiones y de la casa. Por un chivatazo de algún vecino, tu padre y tu tío fueron delatados como rojos indeseables (secretario de la Casa del Pueblo y concejal del Ayuntamiento, respectivamente); por salvar sus vidas, escaparon hacia Portugal pero fueron apresados en el Rosal de la Frontera, y de ahí devueltos a Aracena. Ingresaron en la cárcel y ya no vieron el alba. El carcelero, amigo, le permitió al abuelo escribir una carta para la abuela; una cuartilla a lápiz llena de cariñosas y sinceras palabras de inevitable despedida para la que aún era su amor y para los nueve hijos que dejaba -la única vez que he tenido esa carta en las manos confieso que he llorado de rabia-. El libro de entradas y salidas de la cárcel de Aracena solo recoge junto al nombre del abuelo la fecha de entrada, la de salida y la aclaración “salió”. La vida cambió para vosotros después. Hermanos repartidos entre familiares y benefactores. Hablas de cómo veíais los encierros de los toros desde tu casa, cercana a la pequeña plaza de toros, y que tu madre, la abuela Paula, no mostraba miedo alguno, al contrario que otras vecinas. Cuentas cómo, una noche de Reyes, cuando fuiste a comprar pan, te cogieron en brazos, te pintaron la cara de negro y te subieron a la carroza del Rey Baltasar, y cómo tu madre quedó estupefacta cuando la saludaste desde el cortejo al pasar por la puerta de vuestra casa -ya estaba preocupada por tu tardanza-. Tus salidas por los campos con los amigos, buscando pajarillos hasta el anochecer, regresando por las cuestas de Marimateos. La oportunidad que tuviste de acudir a estudiar a los Salesianos a Sevilla, interno, aprovechando que tu hermano Miguel se escapó porque no quería estudiar. Aunque echabas en falta el pueblo por las largas ausencias, obtuviste unas calificaciones brillantísimas. Pocos años después te fuiste de nuevo para hacer el servicio militar en el Valle de Arán, otra posibilidad de conocer un poco de mundo y otro regreso al pueblo que te corría por dentro. Conociste a la chica más guapa y elegante de Aracena, mamá, discreta modista que se enamoró igualmente de ti, pero el destino quiso que mantuvierais un largo noviazgo por carta, ya que pronto marchaste a trabajar a Barcelona. En uno de tus regresos mamá y tú os casasteis y, de nuevo, os fuisteis llevando el pueblo muy adentro. Cada dos años volvíais en vacaciones y abrazabais a los amigos, a los familiares, os llenabais los pulmones del aire de la sierra, recargando las baterías de identidad y raíces; aunque cambiara vuestro lugar de residencia, siempre volvíais al pueblo, y una vez afincados en Cádiz, donde yo nací, íbamos una vez al mes.

Desde los pies de la cama del hospital me impregnaste del pueblo, de la Loli, la vecina, de Manolao, el barrendero, de mis primos y mis tíos; me llenaste de la ribera, de castañas, de sierra, corcho, encinas, bellotas, cerros y noches plagadas de estrellas, de la Gruta, de “La Julianita”, del Castillo, de la Iglesia del Mayor Dolor, del Paseo de Aracena… Ahora, aunque ya no estás, yo te sigo llevando muy adentro, tanto como a tu querido pueblo.


©María José Gómez Fernández


Publicado originalmente en El Doblao del Arte.


Relato participante en Concurso de Historias Rurales de Zenda Libros, Concurso #historiasrurales.

sábado, 17 de octubre de 2020

Las horas ciegas. N.N. – Día 217, 17 de octubre

No puede ver el tiempo
todo lo que sucede a su paso:
los amores que surgen
y los que llegan a su ocaso;
los bosques que arden
por mano de un desalmado;
las ciudades derruidas
y los pueblos deshabitados;
las vidas destrozadas
o los nuevos nacimientos;
las sonrisas sin pliegues
y los guiños cómplices;
las canciones escritas
y su música compuesta;
las frenéticas prisas diarias
por las calles atestadas;
las pisadas solitarias
que resuenan vuelta a casa.

No puede ver el tiempo
todo lo que lo miramos;
horas ciegas que pasan
y pasan y nos dejan
dibujado el pasado;
horas ciegas que no saben
cuánto las hemos mirado.

©María José Gómez Fernández

viernes, 16 de octubre de 2020

No se despoja. N.N. – Día 216, 16 de octubre

No se despoja la aurora
de las sombras de la noche;
las va guardando, las guarda
hasta que al fin amanece.

No se despoja mi alma
del eco de tu voz
ni del filo de tus ojos
que aún se clavan, se clavan.

No se despoja el recuerdo
de nada, de nada, de nada,
todo se va guardando, se guarda
hasta el final del tiempo, y más.

No se despoja la aurora,
no se despoja mi alma,
no se despoja el recuerdo...
porque no les da la gana.

©María José Gómez Fernández

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