Cuando el filo de la inconsciencia se aproxima casi peligrosamente, los párpados parecen no obedecer al control voluntario, las palabras resbalan hacia diálogo absurdo, pegajosas en la boca como pegajoso el licor que incitó a deshilvanarlas de la razonable conversación que dignamente mantenían. Cuando cruza el desaire ese límite imaginario que separa lo aceptable de lo que no lo es, y la imprudencia inicia desfile por la pasarela de las miradas que inevitablemente se fijan en tu figura, se clavan en tus actos, con actitud crítica y despectiva, entonces no se puede detener ya la derrota anunciada, y es mejor emprender la retirada a la trastienda, hacia la oscura estancia que favorecerá el reposo, hacia el espacio interior que nos devolverá a nosotros mismos tal como éramos antes de ser inundados por el delirante peregrinaje de vaso en vaso, de risas convulsivas, de aspavientos, de agónicas miradas, de bailes audaces, de cigarrillos empalmados, de deseos incumplidos...
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Despertando del limbo, largas horas después de que la suerte, por suerte, te tumbara a lo largo del colchón mullido, te descubres entre sábanas confundidas con brazos que caen con aplomo si intentas levantarlos, te sorprendes en compañía del amor que posiblemente se consumó aunque no te atreves a afirmar si fue o no capaz de consumarse, con jaqueca hasta en el apellido -resaca lo llaman- y unos ojos lánguidos que no terminan de abrirse porque los ciega la luz que pretende filtrarse por las rendijas de la persiana.
Tras llegar hasta la cafetera, una vez salvada la distancia entre la cama y la cocina, tomas posesión de la taza que te ofrecerá ese oscuro brebaje revitalizante que mágicamente hace mejores efectos acompañado de un cigarrillo, y mientras lo tragas a pequeños sorbos, como tragas la vida habitualmente, te esfuerzas en prometerte que no te asomarás tan cerca del precipicio, te esmeras en esbozar loables propósitos de enmienda, te desprecias incluso por no haberte detenido un poco antes; te desvives entre promesas y lamentos, propósitos y desprecios; y entre sorbo y sorbo, entre calada y calada, entre propósito y lamento, dedicas un grato recuerdo a los momentos previos al peregrinaje delirante, aquéllos que horas antes te devolvieron la presencia de un amigo, un sincero abrazo, una palabra de afecto; los momentos que te arrancaron un baile, una risa, un beso.